Pocos dudan de que el espacio europeo de enseñanza superior sea el camino correcto, pero la confusión se presenta en el momento de asfaltarlo. La nueva Universidad europea, con contenidos y estructuras comunes en uno u otro país, necesita describir con claridad todo aquello que un estudiante debe saber para establecer un marco común, que no tiene por qué ir en contra de la diversidad cultural de los países europeos.
Tampoco se deben dejar de lado las evidentes necesidades de las instituciones académicas para hacer frente a todas las transformaciones. A nadie se le escapa que la unificación de los programas universitarios requiere una financiación adecuada. Países como España deberían aumentar sensiblemente el gasto en educación superior para estar al mismo nivel que EEUU, Corea o Canadá, que dedican un 3% del PIB a este concepto, frente al 1,3% que destina el Gobierno español.
Este esfuerzo es necesario para hacer que las universidades sean cada vez más competitivas. De lo contrario, los mejores universitarios de otros continentes elegirán instituciones estadounidenses o canadienses antes que europeas, y los estudiantes europeos que cursan estudios de doctorado en aquellos países preferirán quedarse, con lo que se abriría una nueva puerta para la fuga de cerebros, que hoy es especialmente preocupante en el campo de la investigación.
El camino de la verdadera homologación que crea una universidad competitiva y más cercana a la realidad de la sociedad moderna es una garantía para convencer a las empresas de que participen en proyectos comunes, con resultados cada vez mejores, y borrar cualquier atisbo de desconfianza entre instituciones que deben seguir un camino paralelo.
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