Cuentan que el primer ministro inglés William Gladstone visitó un día el laboratorio de Michael Faraday, uno de los padres de la electricidad en el siglo XIX. Estaba Faraday explicando uno de sus descubrimientos cuando el político, impaciente, le cortó: "Pero, bueno, y ¿para qué sirve todo esto?" A lo que el científico contestó: "No lo sé, señor, pero estoy seguro que un día usted nos cobrará impuestos por ello". Aunque esta conocida anécdota es históricamente falsa -Faraday ya había muerto cuando Gladstone llegó a Primer Ministro- capta muy bien la tensión permanente entre las demandas inmediatas de la sociedad y los beneficios de la ciencia a largo plazo. Otro ejemplo más reciente de esos beneficios lo encontramos en la electrónica cuántica, cuyo nacimiento hace 50 años celebramos ahora.
El dispositivo por antonomasia de la electrónica cuántica es el láser, que fue posible gracias a la invención del máser en 1954. Ambos generan ondas electromagnéticas -uno luz visible (o casi visible), el otro microondas- usando la energía cuántica almacenada en los átomos, las moléculas o los materiales, en vez del movimiento de los electrones como sucede en una antena de radio o en una lámpara.
Como ha sucedido otras veces en la historia, también la electrónica cuántica surgió de una íntima interacción entre ciencia y tecnología, en este caso la espectroscopia molecular, que estudia la absorción y emisión de radiación de las moléculas, y el radar. Este complejo emisor y receptor de microondas fue crucial durante la Segunda Guerra Mundial, pero al final de ésta perdió su valor militar y decenas de ellos fueron a parar a manos de científicos, que los usaron para explorar las propiedades de las moléculas.
A finales de los años cuarenta esos estudios exigían microondas con longitud de onda por debajo de un centímetro, que los radares eran incapaces de generar. "¿Por qué no usar los osciladores atómicos y moleculares que la naturaleza nos ha dado?" se preguntó en 1951 Charles Townes. Su respuesta fue el máser, un oscilador que usaba moléculas de amoníaco para producir y amplificar microondas y que funcionó por vez primera en 1954, en su laboratorio de la Universidad de Columbia en Nueva York.
Tanto el máser de Townes como esquemas parecidos de J. Weber de la Universidad de Maryland y de N. Basov y A. Prokhorov del Instituto Lebedev en Moscú, estaban basados en el concepto de emisión estimulada propuesto por Einstein en 1917. Según esta idea si una onda electromagnética con la frecuencia adecuada incide sobre una molécula (o un átomo) previamente excitada, ésta, en vez de absorber la energía de la onda, emite radiación de esa misma frecuencia. Así, una onda estimula la producción de otra idéntica, y ésta de otra, dando lugar a una amplificación de la onda inicial. El genio de Townes fue integrar la idea de Einstein con otras más recientes y producir un generador de microondas revolucionario.
Los máser amplifican las débiles señales que analizan los radioastrónomos y proveen frecuencias patrón a los ultraprecisos relojes en los sistemas de navegación espaciales, pero su impacto en la sociedad sería mucho más limitado de no haber sido, además, el origen del láser. En 1957, Townsend y su cuñado Arthur Schawlow propusieron un máser que emitiría luz visible. (Si la invención del láser se debe realmente a Townes y Schawlow o a Gordon Gould es discutible, y hasta hace poco ha sido motivo de litigio.) En 1960, Theodore Maiman, de la compañía Hughes, demostró la primera emisión láser, al excitar un cristal de rubí con la luz de una lámpara. Dos años después, tres laboratorios industriales anunciaron el funcionamiento de un diminuto láser que usaba un material semiconductor, en el que la excitación se lograba pasando una corriente eléctrica por el dispositivo.
A diferencia de la luz que radia el sol o una bombilla, el láser emite un solo color, ya sea rojo, verde, azul o invisible, dependiendo del material o gas que se use. Además, el láser produce un haz de luz muy estrecho y casi sin dispersión angular, permitiendo concentrar su energía en un punto. No menos importante, la luz láser es coherente, o sea que todas sus ondas oscilan al unísono, y no cada una por su lado como en una lámpara.
A pesar de sus extraordinarias propiedades, el láser fue durante años una solución en busca de un problema, pues, aunque era de interés en los círculos académicos -y en ciencia ficción -, apenas tenía eco fuera de ellos. A finales de los años sesenta se hablaba de numerosas aplicaciones en medicina, metalurgia y comunicaciones, pero éstas no llegarían en gran escala hasta una década después. En 1980 la industria relacionada con el láser facturaba ya por valor de unos mil millones de euros anuales; en 1993 esa cifra se había multiplicado por veinte.
La capacidad del láser de concentrar una enorme cantidad de energía le permite cortar, calentar, y hasta evaporar, una pequeña región de cualquier material. De ahí su uso en cirugía, por ejemplo, para corregir la miopía, y en cosmética. La industria del automóvil emplea láser de alta potencia para soldadura, y la de la confección los utiliza como precisas tijeras. Buscando conseguir la fusión nuclear en el laboratorio, potentísimos láser calientan núcleos de hidrógeno a temperaturas por encima del millón de grados. Gracias a la propagación rectilínea de la luz láser conocemos la distancia de la Tierra a la Luna con un error de unos 10 centímetros y podemos detectar pequeñísimos movimientos en las fallas geológicas. Con todo, el impacto mayor del láser se ha dado en el mundo de las comunicaciones.
La idea de usar luz en vez de electricidad para enviar mensajes es anterior al teléfono, pero sin una fuente de luz potente y unidireccional cualquier esquema óptico resulta no práctico.
Con el láser, las cosas cambiaron. Aunque no se han hecho realidad (¡menos mal!) los millones de canales de televisión que imaginaba Isaac Asimov en 1962, el láser ha hecho posible las comunicaciones ópticas, en las que texto, sonido o imagen se convierten en pulsos de luz y se transmiten por fibras de vidrio purísimo sin apenas atenuación. Por su alta frecuencia, la luz puede transportar mucha más información que otro tipo de ondas, y además es inmune a las interferencias, todo lo cual ha permitido absorber el enorme tráfico telefónico actual y facilitar el desarrollo de Internet, reducir los precios, y conseguir una calidad fantástica en las conversaciones transoceánicas.
Sería lógico pensar que, a sus 50 años, la electrónica cuántica ha llegado a su madurez. Nada más lejos de la realidad. Igual que la invención del máser rejuveneció la espectroscopia molecular y dio paso al láser, éste ha hecho renacer a la física atómica. Usando un láser se ha logrado eliminar la agitación térmica de los átomos de un gas y reducir su temperatura hasta la cienmillonésima del cero absoluto. A estas bajísimas temperaturas todos los átomos se comportan de modo idéntico, formando un nuevo estado de la materia (condensado de Bose Einstein) con propiedades insospechadas, como demostraron Eric Cornell y Carl Wieman en la Universidad de Colorado en 1995. Y con esos átomos condensados Wolfgang Ketterle, del Instituto Tecnológico de Massachusetts, ha construido ya un láser que amplifica átomos en lugar de luz, de enorme interés científico pero cuya utilidad sólo es posible aventurar.
De lo que sí podemos estar seguros es de que si un día Ketterle contestara a un político como en la anécdota de Faraday, el tiempo le daría la razón.
Autor: Emilio Méndez (Catedrático de la Universidad del Estado de Nueva York en Stony Brook)
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