Año tras año, el informe Cotec nos actualiza los datos sobre el estado de la tecnología y la innovación en España, así como la situación del esfuerzo científico-técnico que les debe servir de base. Destaca el liderazgo absoluto de la Comunidad de Madrid en algunos indicadores de esfuerzo global en I+D+i en España. La comunidad alcanzó en 2002 una cifra de gasto en I+D de 2278 millones de euros, lo que supone el 1,90% del PIB regional, es decir 398,3 euros por habitante. Con estas cifras, Madrid se aproxima a la media de la Unión Europea (1,93% y 493,1 euros/habitante). Esa posición de privilegio en el conjunto de las CCAA ya no lo es tanto si consideramos otros valores más en la línea de la tecnología y la innovación, como es el número de patentes.
No hay espacio para el triunfalismo en función de los datos del liderazgo madrileño, y ello por varias razones. En primer lugar porque el mundo más avanzado no se detiene en sus esfuerzos en pro del avance tecnológico. Incluso los mejores indicadores españoles, como los comentados de Madrid, siguen lejos de las de los países más avanzados, que llegan al 3% del PIB invertido en I+D y nos sobrepasan de manera apabullante en el desarrollo de patentes y otras formas de la propiedad intelectual. Además, de poco sirve el que alguna comunidad española destaque por si sola. La Ciencia es una cuestión de Estado. Es legítimo el que se rivalice por lograr mejores cotas entre las distintas comunidades autónomas, pero más importante es constatar que nuestro sistema está necesitado de un avance general, que el camino por recorrer que tenemos delante como país sigue siendo largo -especialmente para alcanzar una presencia adecuada en los programas europeos, capítulo en el que ahora retrocedemos- y que cualquier mejora fundamental en nuestro progreso científico puede beneficiar a todos.
La actividad investigadora depende por supuesto del talento, esfuerzo y motivación de los científicos, así como de la gestión que hacen de la misma las instituciones y empresas en las que se enmarca. Pero, las administraciones públicas tienen una especial responsabilidad a la hora de promoverla y encauzarla. Muchos de los ejemplos de éxitos recientes en la notable expansión de un sistema de innovación -Finlandia e Irlanda son casos ilustrativos- se pueden explicar en función de aciertos importantes en el diseño y ejecución de una política científica pública.
La política científica requiere un marco estable y de continuidad -en el que los investigadores puedan situar su esfuerzo en un horizonte claro- así como unas universidades en las que el avance en la investigación sea un objetivo obligado de su organización y dirección. La gestión de los planes nacionales de investigación, con una indicación clara de que el esfuerzo adicional prometido será una realidad, así como la aplicación del plan regional de investigación de nuestra comunidad son instrumentos importantes, de cuya materialización eficaz e inteligente depende la evolución más inmediata de nuestro sistema científico y tecnológico.
Autor: César Nombela (Catedrático de la Universidad Complutense)
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