Todos estamos de acuerdo en que cualquier hecho científico no debe ser tratado como dogma de fe. Es más, es evidente que en ciencia no ocurre como en los parlamentos, en los que la "mayoría" es quien gobierna. Dicho esto, no se puede dejar de reconocer que hoy por hoy el cuerpo de datos disponible sobre el calentamiento global es abrumador. Basta con hojear los voluminosos libros del IPCC, el organismo de las Naciones Unidas que agrupa a la gran mayoría de los estudiosos de la materia, o las revistas científicas donde los investigadores publicamos nuestros resultados.

El siguiente debate que se establece es sobre el impacto de ese calentamiento. Es cierto que si el aumento de temperatura no es muy pronunciado, de 2º a 3º C (en la parte baja del rango de aumento previsto por el IPCC), podría incluso resultar beneficioso para la agricultura, la salud humana y la economía de las regiones más frías del planeta. Pero el aumento del nivel del mar inundaría muchas comunidades costeras, y el rápido aumento de temperatura y la inundación perjudicarían especialmente a los países pobres. Además, los datos disponibles sugieren que el calentamiento podría dar lugar a la extinción de entre el 15% y el 37% de todas las especies en apenas 50 años. Sin duda, la biosfera y los ecosistemas son resilientes, es decir, capaces de responder y adaptarse a las perturbaciones, a los cambios, y están sometidos de por sí a un cambio constante. Pero el problema que nos ocupa no son los cambios ocurridos hace millones de años, ni hace miles, ni tan siquiera en los siglos cercanos en que los vikingos surcaron el Atlántico Norte; lo que nos preocupa como egoístas "transmisores de ADN" que somos, es lo que está ocurriendo ahora y lo que ocurrirá en el futuro. Y en su conjunto, los efectos ambientales, sanitarios, económicos, demográficos y políticos de un calentamiento global tan rápido son muy probablemente más negativos que positivos.

Aún en el caso de que no viésemos la foto clara del todo, los estados deberían adoptar medidas prudentes. La conservación de la energía y la promoción de fuentes de energía alternativas a las fósiles son algunas de las posibilidades más evidentes. Más aún cuando esas medidas tienen sentido independientemente de cuáles sean los niveles futuros de calentamiento global. El petróleo barato parece tocar a su fin (se prevén encarecimientos exponenciales para dentro de pocos años con menor disponibilidad y aumento de la demanda asiática) y la dependencia de él es preocupante (sólo hay que recordar los graves problemas ocasionados hace unos tres años por el bloqueo del suministro). Cuanto más avancemos en la explotación de fuentes de energía renovables y más baratas (aquí deberíamos primar la abundante solar), más fácil será cualquier acción reparadora en el futuro. Y seremos más independientes, más libres, más limpios, más saludables. ¿Qué o quién nos impide avanzar más decididamente en esa línea?

Autor: Josep Peñuelas Reixach